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RUIBAL, PURA PINTURA

 ¡Pura pintura, más allá de pintura pura! La pureza se asocia al despojamiento, a la desnudez, a la limpieza de formas y naturalidad de las cromías, al clamor virgen del estado de inocencia. La pureza en arte se asimila al orfismo, al neoplasticismo, a la abstracción lírica, al minimalismo, al arte puro, al purismo; a la expresión que se sublima en su ascesis y aislamiento, a la poesía pura de Juan Ramón. Las fuentes teóricas del arte puro se hunden en los albores del pensamiento del hombre, pero adquieren carta de naturaleza en las tesis de Kant sobre el desinterés del juicio estético por lo práctico. No es el momento de reflexionar sobre el arte puro, in extenso, pero apuntaré algunas circunstancias y sabores que le rodean, para aproximarnos y, al fin, centrarnos en la obra de Ruibal. El arte, a lo largo del siglo XX ha tenido muy presente la meta de la depuración y, aun conviviendo con otras formas expresivas, se ha ido limpiando de barroquismo, se ha vaciado de perifollos, se ha ido purificando hasta llegar a la eclosión del minimalismo y de otros lenguajes cercanos. En 1917, el neoplasticismo de Piet Mondrian propone despojar el arte de todo elemento accesorio en un intento de llegar a la esencia a través de un lenguaje plástico objetivo. En la Bauhaus, Ludwig Mies van der Rohe propugna su fórmula “more is lest”, menos es más, que haría fortuna y que una corriente tomaría como bandera desembocando en el minimalismo. El término fue utilizado por vez primera, en 1965 por el filósofo Richard Wolhein, para referirse a las pinturas de Ad Reinhardt. El minimalismo nace como reacción a los excesos del pop-art, en los sesenta y eclosiona de forma espectacular en 1970. No es Ruibal, en absoluto, un pintor minimalista, pero está inmerso en las corrientes de esos años, que influirán en su lenguaje, aunque con algo de retraso con respecto al discurrir internacional, como siempre ha ocurrido en España. Surge, Ruibal, en la estética costumbrista; fascinado por los pintores gallegos de vanguardia inicia una senda que le lleva a la estilización. Es hechizado por El Paso y a continuación comenzará un proceso de depuración, que aún pasando por el pop, le ha conducido a este presente que se ubica en la pura pintura, con mucho de todos esos movimientos antes mencionados, pero con su aportación particular que acaba conformando un idiolecto. ¡Sajelador del color, mago de la línea, con ella abraza el mundo por el talle y lo hace suyo, mientras los trazos planean, como bandadas de pájaros que vuelan en armonía, con cadencia, por los papeles y las telas!. Este catálogo recoge una amplísima panorámica de la obra de Ruibal –como debe ser tras su larga ausencia expositiva en la capital-, un testimonio de su andadura, y, a través de diferentes puntos de vista, reflejamos sus varios perfiles. Para hablar con propiedad de este creador es preciso analizar sus facetas de artista plástico- dibujante, pintor, escultor-; su práctica de la escritura, quier como poeta quier como aforista, con sus “vuelos”, así los llama él, que le identifican y enaltecen: “El dibujo es el perfil del mundo, una vez que posee color es el estado perfecto de la vida”. Hay que mostrar su actitud bohemia, soñadora, su sensibilidad, su galleguismo existencial, sin referentes políticos. Su actitud de hombre, de artista, ante la vida. Su amor por la vida, su pasión, su hedonismo, pítico y mágico. Su ternura, su lucidez, sus espejos en los que se mira la locura, como otro poeta visionario, Hayden Carruth. ¡ Es tantos!. Tiempo ha leí, en Alain, la convicción sobre el poder de representación de la línea, pero, llevo meses buscando el libro que lo contiene y no lo he encontrado, porque no es serio citar a un autor, sin mencionar la fuente exacta. Pero, les aseguro que le pertenece. ¿Por qué, aquí; quién es Alain? Porque, es probable que sin saberlo, Ruibal tenga muchos ecos de su pensamiento. Pseudónimo de Émile-Auguste Chartier( Mortagne-au-Perche 1868-Vésinet 1951), Alain es filósofo, periodista y profesor francés, defensor de un pacifismo peculiar, militante radical y docente empeñado en enseñar cómo pensar, antes que el pensamiento acumulado. Su personalidad, en los institutos en los que dio clase, dejó siempre un reguero de admiración y de notables alumnos. Escribió mucho, obras importantes, como sus “Idées” y nos legó una serie de pensamientos, próximos al aforismo, que son de una claridad meridiana. A partir de 1903 comenzó a publicar en los periódicos, con el nombre de Alain. Y en 1906, esos cortos, henchidos de pensamiento y de finura en el pensar, que llamó “Propos”. “Aucun possible n’est beau; le réel seul est beau”, o lo que es lo mismo “nada posible es bello; sólo lo real es bello”. “Una línea completamente pura y sin espesor basta para representarlo todo”. ¿Pensaría Alaín en Matisse o en Picasso? Yo he pensado en ellos, pero también en Ruibal, por el sesgo que ha tomado su obra, por la síntesis que es capaz de lograr, por la sobriedad y escasez de medios con los que expresa su dibujo. En numerosas ocasiones, no es una línea, pero es un trazo o un enjambre de trazos que llueven, con exquisita sutileza sobre los papeles, pastel que vuela en rigurosa tesitura. El dibujo es fundamental en el lenguaje de Manolo Ruibal, tanto en las obras que funcionan como piezas autónomas, cuanto en cómo articula la composición de sus pinturas o la de sus esculturas. Sin dibujo no se puede componer, equilibrar. En abril de 1994, en Pontevedra, la Sala de Caja de Madrid montó una peculiar exposición de dibujos del autor, comisariada por Mª Lourdes Martínez-Sapiña, de la colección Torres Abalo. Siempre ha cultivado el dibujo, con resultados excelentes, dispersándolos, en solitario, o haciendo series fantásticas como la de los animales que posee un coleccionista privado, la sutileza adunia, llegando a síntesis espectaculares, transparentes, puras, alucinantes, acariciadoras. En la muestra de Pontevedra, dialogaban el paisaje y la figura, los bodegones y los objetos, las piedras y los árboles, todo un muestrario iconográfico del rito de su viaje, límpida reducción creativa y pulsiones del pintor, en un proceso de decantación hacia lo imprescindible. En la colección de animales, la pureza de la línea se ha demasiado, como un fino hilo de color que marca territorios de extrema precisión y alta identificación, haciendo de Ruibal un maestro oriental, que no representa la realidad, sino su esencia. Una serie espléndida de destellos inspirados, orientados, feraces. Otro de sus vuelos matiza: “En la inspiración sólo creen aquellos que la poseen”. Al igual que Hokousai, “el loco del dibujo”, liberó a este de las ataduras de la caligrafía, para mostrar su esencia y su presencia. Ruibal libera y singulariza su expresión en estas estructuras transparentes, apenas nervaduras, que sirven para dejar constancia de sus preferencias, sus influencias neoyorquinas, sus devociones y ofrecimientos, sus vuelos para sentirse solo o en compañía del viento, en el espacio. La mirada plástica, su música, su sintaxis, su estructura sobre la que emerge, no puede examinarse sino mirando a esas tres técnicas, que practica, cada una con su dinámica propia, pero todas saliendo de su mano, con ese aire de familia que provoca una unidad, aunque difiera la temática. Visto el dibujo, sobre la escultura escribe, en este mismo volumen, Alberto González Alegre, analizándola, con buen tino, siguiendo el viaje de sus vibraciones, como gigantescas aves prehistóricas, que han anidado sueños, enterradas en los montes. La mirada de González Alegre, ecuánime y exultante de aciertos, no aconseja la reiteración. Por ello, intentaré referirme a la obra plural de este creador intimista en grandes formatos. Con una trayectoria que va de la figuración lírica a la línea que identifica, porque pocas obras tan identificadas con su autor, tan dependientes, aquí el hombre, la vida de ese hombre que pinta, aparece en todos los rincones y las formas. En 1979, con ocasión de su primera individual madrileña, en Ediciones Rayuela de Madrid, aparecía “El libro de la vida de Manuel Ruibal” de José de Castro Arines. En ese libro está todo, la génesis y desarrollo de la obra de del pintor, que siempre tuvo claro que el arte era el sueño que había soñado y que quería realizar. En el título citado le confiesa a Castro Arines: “…si un día dejo de soñar, pues dejo de pintar”. Y así ha sucedido, en sucesivas fases de su vida. Su vocación se alimentaba de lo que no veía, hasta que un día en una farmacia de Porranes, ve un almanaque con unas reproducciones que le ponen proa a Madrid. Llega a la capital, con la guía de su instinto, y se mete en El Prado y allí descubre el perfume, el aura, el halo mágico del arte, que ilumina. Y en aquel Madrid, menos gris que el ambiente de sus tierras verdes natales, se fortifican sus alas y salta a París. En el París anterior al 68, visita el Louvre, vuelve una y otra vez buscando el busilis, vive bajo un puente, extrema su elegancia para disimular sus carencias y tras días de hambre, bohemia y rosas, vuelve a Madrid, como un príncipe que regresare de un exilio dorado. Volverá a intentar quedarse en la capital francesa, pero las dificultares superarán a la fantasía. Desde Madrid, marcha a Benidorm con un encargo y de ahí a Murcia, donde realiza su primera individual, 1966. Gana su primera batalla, sus primeros dineros importantes y quiere hacerlos ver, con viajes al extranjero y a Galicia, por lo que pronto se acaban los recursos. Sus viajes a Suiza, a Roma, le ponen en dirección al arte moderno, que había descubierto en El Paso, Hartung, Dubuffet, Goya. Pero se aclaraba la situación: “Desde 1972, mi pintura comienza a ser mía”. Cede su impresionismo primero y aparecen sus iniciales esquematismos, tachismo plano, tintas chinas y témperas al huevo; automatismo y grafismo lineal, orientación zen y una preponderancia cada vez más intensa de la poesía. En sus “Motivos”, dice José María Eguren: “La poesía es la re -velación del misterio por la verdad del sentimiento”, pag 81, edición Signos/Versión Celeste, 2008. Con varias de aquellas obras, fechadas en 1979, desembarca en el colectivo Atlántica, en cuya formación no participa, pero de cuyo espíritu forma parte, como ha demostrado, en reiteradas ocasiones el profesor y crítico Xosé Antón Castro, uno de los mejores conocedores de la obra de Manolo Ruibal. En 1980 se traslada a Palma de Mallorca y de allí a Nueva York, en lo que sería su primer viaje americano. A su regreso, retoma la figuración lírica, el hechizo de Matisse y ese perfume del vanguardismo galleguista, que nunca le abandona y que interpreta con una dulzura mozartiana. Hay un lustro, años 1984 a 89, de los que aquí hay evidencias, que se aristocratiza, pintando con elegancia florentina. ¡Desnudos seductores, marineros de algas y de niebla, figuras ensoñadas que se inclinan en la cadencia de una música melódica y lejana!. En 1984, vuelve a exponer en Madrid, una individual en “Arco’84”, cosechando un éxito inolvidable, consolidando una posición que se había hecho fuerte con la exposición de Rayuela y el libro de Castro Arines, hoy agotado y desaparecido, pero magnífico. Su ecologismo, que no es de salón, sino de hombre arraigado a la tierra, que ha convivido con la naturaleza como su estancia natural, se impone ahora en una serie de piezas excepcionales, influidas por la quema de montes y de árboles. Los rojos, los azules, sirven de lecho a negros enigmáticos con mucho de sombras meigas, de hermosas y misteriosas caligrafías chinas. A partir de 1990, hay cambios en su obra, tanto en la técnica cuanto en el icono, con elementos que vertebran su lenguaje. Un proceso, a través del cual prepara las telas, con una mano de cola y arenas, propiciando unas superficies grumosas, rugosas, que hacen vibrar los fondos, sobre los que los gestos se ordenan en sutiles geografías corporales o en inspiradas cartografías lineales. Además, anticipándose a la pintura expandida, se sale del lienzo y pinta los marcos, metiéndolos en la obra, como un todo inseparable. El trazo corto, limpio, feraz, se convierte en protagonista, en grafía que expresa un código formal, igualmente expresiva para la figuración humana que para los objetos. Una lluvia de trazos cae sobre la tela y se posa en los perfiles de la forma esencial que quiere presentar, porque no hay una representación exacta, sino una acumulación de presencia. En 1989, marcha a Nueva York donde vivirá cuatro años. Allí, influenciado por el arte pop, por el ambiente que le rodea, por su vocación de esencialidad, depurará su trazo y estilizará las formas, llevando a un punto extremo sus reducciones. Los colores planos, sobre los fondos arenosos vibrarán hasta hacerse una pintura luminosa, como espacios atravesados de luces de neón o de ampos de colores fucsias, verdes permanentes, azules metálicos, rojos…como si el mar culebreara en el fuego más vivo, como si el oro se desprendiera de su manto de reluciente diorita: pienso en piezas como Imagen transformada, 1998. Y vendrán muchos cuadros memorables, las chimeneas de Queens, las gemelas de Manhattan, que ya no veremos más. Aparecerá una economía de medios sorprendente y con sólo una línea abarcará el paisaje, el volumen, como testimonia La idealizada montaña, 1996: una línea germinal sobre un fondo negro, presenta la montaña, un surco que va abrazando el espacio para orientarlo en la composición. Muchos se pregunta, ¿es esto pintura?. Yo les respondo: ¡ no sólo pintura, es más, la esencia de la pintura!. Será el antecedente de otras depuraciones que se harán presentes en 2005, cuando sólo una línea, como reguero fino de humo deleznable, va marcando un territorio inmenso, que con el grueso trazo se hace próximo. Ahí llega a un máximo de expresividad, no accesible a todos, por la pretensión del espectador que ansía comprender, cuando sólo hay que sentir. Después de Estados Unidos, una temporada en Galicia y, y de nuevo, Madrid, abriendo estudio en la calle de la Libertad, donde trabaja, apasionado, compulsivo, ora dibujando, ora firmando unos pasteles perfumados de orientalismo y cuajados de sensibilidad. ¡Allí tuvimos encuentros memorables con Oroza, Barnatán, Alcántara, en permanente debate! En enero de 2000, en el suntuoso y diáfano espacio de la Estación Marítima de La Coruña, presenta una exposición que causó sensación, tanto que hubo que llevarla a Lisboa, con el patrocinio de Lusitania, B. Santander y Embajada de España, al Torreao Nascente da Cordoaria Nacional, donde lució con esplendor la grandeza de su intimidad. En la exposición portuguesa, con un montaje especial, Ruibal logró uno de sus mayores éxitos. Los grandes formatos en aquel caserón lucían como fragmentos de vida militante en el corazón del tiempo. Pintó algunos detalles en las paredes y dibujó líneas e hitos, marcando un itinerario de la visita, tan integrados, tan acertados, que al final todos pretendían conservar, cuando ello no era posible, porque su destino era efímero, una acción durante el tiempo de la muestra.

Ya hubo en esas exhibiciones un conjunto de piedras pintadas, soporte y materia que han adquirido una importancia capital en su discurso plástico , desde 2001. Las primeras piedras pintadas datan de 1991, desde unos formatos breves, las superficies y el peso han ideo demasiándose hasta alcanzar una reciente de 78 toneladas. Aunque Alberto González Alegre habla de la escultura, no puede dejar de referir algunas circunstancias que he vivido. Una curiosa: la atracción que producen sus piedras pequeñas pintadas, hasta el punto que en la ex posición de La Coruña, robaron dos; una fue devuelta y otra desapareció, quedando en manos de la sombra. Con referencia a las piezas grandes, he visto colocar alguna y he sido testigo de la parafernalia que requiere su traslado y su montaje, con camiones especiales, con grúas potentes y descomunales, teniendo que cortar calles y concentrando a curiosos, como ocurrió en Tres Cantos en la sede de Construcciones San José.

De lo que vengo diciendo se impone una deducción clara y algunas reflexiones. El no conocedor, el que se acerca por vez primera a este creador, habrá observado su tendencia a la trashumancia. Ruibal es muy gallego, muy apegado a sus raíces, pero al mismo tiempo un nómada. Todo hombre es un extranjero que pasa, como canta Saint-John Perse, y sus congéneres van poniendo en su manos bayas dulces o amargas, con intención de retenerle, pero lo nuestro es pasar, como asegura la música de Machado. Manolo Ruibal ha sido un viajero, que sólo ha echado raíces en el aire. En la patria de su lenguaje plástico y en su poesía. Es curioso, sólo cuando la escultura cobró importancia fundamental en su obra, su nomadismo decreció. Creo que no sólo porque la escultura le exija una intendencia especial, talleres, maquinarias, ayudantes, sino porque esa piedra que extrae de las entrañas de los montes, que son cantos rodados gigantescos de otra era, que se convierte en cantos graníticos sutiles del presente, le ha fijado, como un hechizo que abduce y conduce y seduce. Si en un principio la pintura era el pueblo con el que se comunicaba, a partir del nuevo siglo la escultura ha tenido una preponderancia, que sólo se rompía, para hacer alguna pieza de desnuda y suma belleza, algún dibujo sobre papel de esquemático contenido y enigmático destino. Ruibal es un pintor emotivo, vocacional, sensual, autodidacto, que supo rodearse de los elementos precisos para que su instinto se manifestase, en su eterno destino de buscador de confines, de descubridor de altares en los que siempre pone manteles blancos para cada nuevo sacrificio. Un pintor, que insiste, que parece estar en el mismo lugar, pero que no deja de moverse, estrenando mirada a cada instante, sin cambiar de meta, ni de rito, ni de mito. La belleza, en muchas cabeçinhas pensadoras, se ha convertido en una rémora. Sin embargo, ¡ qué artista no anhela la belleza?. José María Eguren, en sus “Motivos”, pag 63, asegura: “El arte es el instrumento para exteriorizarla”. En sus inicios está la lección del Prado, su deslumbramiento por Saura y Millares, el hechizo por Nonell. París y sus enseñanzas de las obras de Matisse, Derain, Modigliani…Maside, Colmeiro, Torres, pero, sobre todo, con apunta, Castro Arines, “su manera de sentir”. Dije autodidacta y es verdad sólo en parte, porque aunque él no va a una escuela, no viene de la academia, nunca dejó de mirar y de aprender, a la búsqueda de una expresión que le justificara y que le redimiera. Esta en la tradición de la pintura-pintura, que él va ahormando, reconduciendo, hasta desembocar en el palacio de sus sueños, que es un cosmos amplio, diáfano, limpio, lleno de luz, de perfume y de ternura. Luego viene el llamado del pop, Roy Lichtenstein, la desnudez, la poesía, por momentos más insistente que la pintura. La poesía le hace dibujar lo que hace único su lenguaje, las señas de identidad de su carisma. Su galleguidad originaria, crecida en la distancia, esa brétema que hace más vaporosos algunos cuadros. Con los años, en permanente diálogo con el tiempo, su obra se ha ido limpiando de reflejos, adelgazando, quedándose en sus más secretas estructuras, en pura presencia, sin elementos de apoyo, sin otras referencias que su sensibilidad. Después de un contacto prolongado, de trato directo con la obra y con su autor, se imponen algunas conclusiones, que no son las mismas de hace una década, porque él ha cambiado, fortificando su actitud. Se impone hablar del estilo, porque hay un estilo Ruibal, que es distinto a otros. Un estilo en el que hay reverberaciones azorinianas y orientales. Ahora se habla menos de estilo, de belleza, de lenguaje. Y más de marca, de mercado, de comercio. No embargante, sobre el estilo se han derramado ríos de tinta. Azorín, a quien Ruibal veía pasear por Madrid, calle de Zorrilla, el gran maestro español del estilo, el clásico moderno por excelencia, el gran poeta en prosa, en “Una de hora de España”, matiza: “Y el estilo, en último resultado, no es sino la reacción del escritor ante las cosas… Lo primero en el estilo es la claridad. Quien piensa claramente escribe claramente”, pags. 38 y 39, edición Espasa-Calpe. Lo que dice el maestro monovero vale para la plástica. Casi nunca es lo mismo lo que se puede construir con la palabra y con la imagen, pero aquí vale. La obra de Azorín no es trasladable a otras lenguas, con solvencia, tiene un tejido tan fino y tan duro, tan realista y tan ascético, que al verterla a otra lengua se convierte en corcho, en algo que se queda flotando. Es un estilo ahormado por él, útil a su expresión, pero a ninguna otra, no admite seguidores, porque se convierten en plagiarios. Su sencillez expresiva nace y muere en él, es algo genuino, único, fácil, distinto, elevado, percocero de una sobria elegancia de exultante simplicidad. ¿No sirve todo esto para identificar el estilo de Ruibal? ¿Tiene estilo Ruibal? ¡Claro que tiene estilo! ¿Y cómo es? , Sutil, claro, noble, directo, desnudo, realista, poético. Es su reacción ante las cosas. Su actitud, que presenta de una forma elemental, arquetípica, sin otros aditamentos que lo imprescindible. Es una forma de decir, con precisa claridad, las cosas complejas. Es un estilo al margen, sigue su propia armonía, su inexpugnable vocación de esencialidad. En un texto de 1922, “El secreto profesional”, sentencia Jean Cocteau:”El estilo no puede ser un punto de partida. Es un resultado. ¿Qué es el estilo?. Para mucha gente es un modo complicado de decir las cosas más sencillas. A mi entender: un modo muy simple de decir cosas complicadas”. He ahí el estadio alcanzado por nuestro creador: un modo simple de decir cosas profundas. El proceso ha sido largo, continúa, no acaba nunca. No hay una azarosa sencillez, sino un resultado, una síntesis, una renuncia a todo lo que no sea la precisión, la exactitud. Podría el pintor invocar con Ju-an Ramón, ¡oh inteligencia dame la línea exacta que identifique cada sentimiento, cada pensamiento!. El estilo es esa eterna búsqueda inteligente. El artista, en cada obra, recomienza su andadura. Va a ciegas por donde no sabe, sabe lo que busca, valora lo que encuentra, pero no deja de tantear, de dudar y esa comunión con la duda le hace encontrar oro, en ocasiones, donde no lo esperaba. El artista siempre camina por un delgado hilo, que se puede romper, que se rompe a veces. La pintura es un sueño que hay que soñar, pero que hay que ambicionar realizarlo. ¡Es falsa la pretensión de que el artistas no conoce lo que encuentra. Dejaría de ser artista! ¡Si no se sorprende, así mismo antes que a los otros, no hace arte, sino azarosos juegos malabares!. Ruibal es un autor con muchos y fieles coleccionistas, que encanta, pero que también desconcierta con la mutación de sus propuestas y quien “desconcierta, ofende”, apunta Cocteau. El espectador quiere continuidad, que no le cambien los esquemas en los que cree conducirse con seguridad. Y al especialista, en otro sentido, también le ocurre lo mismo. Nadie quiere que le cambien las preguntas cuando está convencido de que sabía las respuestas. Por esos, cada etapa nueva suya es contestada con descaro, hasta que llega la siguiente, que recoge el testigo. El estilo es la claridad, no es repetirse, no hay cosa más triste que el creador que se convierte en su propio negro, que consigue una fórmula de éxito y la repite hasta la saciedad, por temor a defraudar al mercado. Las riquezas del corazón definen en esta obra las riquezas del espíritu, la manera afortunada de buscar la luz, desde la ceguera de cada inicio. Un perfume azoriniano, en la morosidad, en la miniatura, en los “primo res de lo vulgar”, recreo en el detalle, en lo mínimo, para decir más. Y orientalista. Dos notas que coadyuvan en su ilusión y en su actitud. Para Guy de Maupassant: “los grandes artistas son los que imponen a la humanidad su ilusión personal”. En un momento histórico determinante, en el prerrenacimiento, acmé de Giotto, Masaccio o Cimabue, la pintura estuvo influenciada por la esencia bizantina, henchida de orientalismo y naturaleza, pero en lugar de continuar esos derroteros de la pintura-pintura, los prerrenacentistas se inclinaron por la reproducción de la realidad, siguiendo el capricho de sus benefactores, iniciando así otro tipo de pintura que privilegiaba lo referencial, la realidad convencional, olvidándose de todo lo “demás”, cuando ese “demás” es, la mayor parte de las veces, lo que más interesa. Braque repetía, con sosegada insistencia, que lo que más le interesaba del arte es aquello que no se puede explicar. El misterio que contiene y que genera una amplia polisemia. Mientras occidente se pone como meta buscar un modelo, para reproducirlo. Oriente apostó por la esencia, por la presencia, ajeno a lo referencial. Sin misterio, sin magia, sin emoción, hay otros cosas: decoración, comercio, moda, marca…, otras cosas que poco o nada tienen que ver con el arte. Aunque Ruibal vive en el sistema occidental, no es ajeno a esa idea de la esencia, antes que la de la representación. Fernando Huici ya lo advertía, en el catálogo de la exposición Ruibal, que itineró por La Coruña, Vigo y Pontevedra, en 1987: “La precisa reducción a lo esencial de la línea y del color, que cobran un ritmo casi de estampa oriental ha alcanzado en el presente una sutil e hipnótica elegancia”. Incidiendo en este punto, en el texto de Bernardo Pinto de Almeida, para la muestra en la Galería Severo Pardo, 1991, escribe el profesor luso: “De entonces acá, una serie de obras de sutil gusto orientalizante (afirmado a veces en planos de registro casi caligráfico) y de delicado sentido de envolvimiento y de la ambientación cromática fueron dando lugar a una explicitación cada vez más nítida y consecuentemente formulada en el léxico del pintor”. De la figuración a la línea, como enunciado del continente y el contenido de su trabajo plástico, de su desarrollo, de sus procesos, en sus diferentes vertientes. Una suerte de camino iniciático del autor, que el espectador debe sentir, percibir, compartir, para completar la obra, desde una visión en plenitud. “La belleza es una síntesis”, dice Eguren; y no se puede mencionar el nombre de Ruibal, sin referir al mismo tiempo la belleza, la síntesis, el conocimiento, el pensamiento, la sensibilidad.

Hay en esta pintura, tan desnuda, tan carente de subterfugios, tan distinta, tan ustoria, un gran oxímoron, que reúne contrarios no para enfrentarlos, sino para explicar esa personalidad contradictoria, a veces, siempre sensible, rebelde, ácida y dulce, de pólvora y de seda, del autor. Otro de sus vuelos: “Aquellos que dicen que el arte no es un artículo de primera necesidad, nunca tuvieron hambre salvo la del estómago”. Escribe en castellano, pero habla en gallego, sin que tenga nada que justificar, porque no pretende confundir, no es un converso, es agua clara, que sonríe o se melancoliza, que tiene alegría o morriña, sin ceder en su rigir. En 2003, apareció un volumen de aforismos de Manolo Ruibal, en edición de autor de 12 ejemplares, en Pontevedra, bajo el pseudónimo de Eulogio de Segismundo, un libro de 140 páginas, con 746 aforismos numerados. Es un hecho que retrata a la perfección a este artistas de la palabra y de la imagen, a este cazador de esquemas; romántico, apasionado, sencillo, profundo, ciclotímico, entero y frágil, de cristal y acero, extranjero de lluvia y niebla y alhucema; solitario y transparente, desdeñoso de la fama y de la batahola mediática, acariciador de la línea hasta hacerla un haz de luz, que siluetea la dicha y dibuja, con eterno silencio, la grandeza. ¡Una edición de doce ejemplares! Mallarmé hizo una de diecisiete, con sus últimos sonetos y poemas sueltos. ¿Qué busca el que no pretende dinero, notoriedad?. Lo que buscaba Pablo Sarasate, cuando escribió sus “Variaciones sobre un tema de Martha de Flotow”. La belleza, la sublimación de la expresión, la gracia, que “es llama, espuma y celestial”, “como la esencia de la Belleza”, que tiene escrito Eguren, en su “Motivos”, pags. 104y 105, Signos/Versión Celeste, Madrid 2008. Tras veinticinco años de ausencia expositiva, vuelve Ruibal a Madrid. Esta es la obra. Aquí se antologa. Este el autor. Pintor gallego, español, lírico emergido en los años setenta, que se consolida en un pop límpido, en eterno proceso de depuración. Esta es la obra plástica, por otro cauce marcha su obra escrita, su poesía, sus vuelos. Vestigios del artista salvaje, compulsivo, sibarita; anárquico y mollar, inquieto, vehemente, calígrafo de las estructura del fuego y de la nieve. Este es el reino de la línea, la pintura de trazo, el contorno del color, que brilla con manifiestas elegancia, mostrando toda la presencia del arte desde la pureza formal. La línea, no extraña a la escultura, que surca con finísimo instinto, como sutiles petroglifos que condensa todos los tiempos en una presente son fin. ¡Pura pintura! Hambre de pureza, no de purismo. El termino purismo apuntado al inicio de este texto alude a tres movimientos distintos y distantes en el tiempo. En la segunda mitad del s.XVI, la segunda etapa de la arquitectura renacentista en España, desarrollada por Alonso de Covarrubias, Gil de Hontañón o Pedro Machuca, se conoce con este termino. Igual que el movimiento que surge en el Ottocento italiano, publicando un manifiesto, 1842, firmado por Antonio Bianchini, Tommaso Minardi, Pietro Tenerani y Frederik Overbeck, que pretendía recuperar la pureza de los primitivos italianos Cimabue, Fra Angélico o Giotto. En tercer lugar, la corriente artística que surge tras la Primera Gran Guerra, que abarca desde la pintura al urbanismo, de 1918 a 1925, integrada y promovida por Amedée Ozenfant, Le Corbusier y Paul Demée, entre otros. Purismo que nada o poco tiene que ver con la concepción plástica de Ruibal -más gestual, pasional, lírico, sencillo, lene, leve-, aunque la intención, la meta sean idénticas. El 28 de agosto de 1947, en el Centro Cultural Fray Mocho de Buenos Aires, pronunciaba una conferencia Witold Gombrowicz, con el título subversivo de “Contra la Poesía”. Don Witoldo, como le llamaban en Argentina, donde vivió durante veinticuatro, hacia una aproximación a la poesía, limpiándola de hermetismos y prosaísmos, de vacuidades y tautologías, de naderías envueltas en papel de lujo y placebos irisados y se preguntaba: “¿Por qué no me gusta la poesía pura? Por las mismas razones por las cuales no me gusta el azúcar <puro>. El azúcar encanta cuando lo tomamos junto con el café, pero nadie se comería un plato de azúcar: sería ya demasiado. Es el exceso lo que cansa en la poesía: exceso de la poesía, exceso de palabras poéticas, exceso de metáforas, exceso de nobleza, exceso de depuración y de condensación que asemejan los versos a un producto químico”. Satiriza, un tanto, y caricaturiza, pero no deja de tener razón. ¡No más productos químicos sin química con la sensibilidad! La poesía es más libre y más diáfana, cuanto menos se la somete a corsés, hechos por quien los hiciere. Sucede igual con la pintura, con el arte. Aquí, en Ruibal, al decir pura pintura, estoy diciendo pintura libre, intuitiva, desnuda, inocencia, como canto genuino del alma, sorprendente para si y para todos, sin gobierno de nadie, como el viento, un relámpago en la oscuridad, como una caricia del espíritu, un clamor de inteligencia en manos de la sencillez. Ruibal, artista, particular, generoso, celoso, caprichoso, vulnerable. Perito en savias y cromías, sajelador de las arcillas del sol y de los espejos del mar. Poeta blanco, celeste, órfico, que vigila el diálogo de la existencia, mientras la vida sigue y el tiempo observa, desde su belvedere de eternidad, que los hombres se someten a las modas, pero que algunos hombres crean con su sentir formas, poemas, sonidos, colores, que permanecen, henchidos de dimensión y tiempo. Tomás Paredes