Campo de estrellas, el paisaje y sus fábulas
Reconocido como pintor desde finales de los sesenta, viajero silencioso e infatigable del arte, la mayoría de las veces al margen de los circuitos oficiales, aunque nómada inquisitivo de sus geografías más deseadas, como el Madrid postinformalista del desarrollismo, más tarde París, Murcia, Roma, Mallorca y Nueva York, una constante en su vida y en su obra, Manolo Rubial siempre ha tenido su cuartel general en Pontevedra y en la naturaleza de sus aldeas y pueblos aledaños, que él siempre ha buscado como nutriente de paz y lugar de recogimiento, sentimiento que define su particular visión de la identidad y de lo local en una relación de necesidad con el universo de aquél que, como él, se siente ciudadano de un mundo sin fronteras.
Tal vez si algo ha definido la conducción proyectual de su trabajo nada mejor que acudir a la observación y al sentimiento lírico, a la elipsis y al lema minimalista del “less is more”, reforzado por la curiosidad del voraz lector de poesía que ha sido siempre y que contribuirá a dibujar el perfil de su pasión, de sus visceralidades sígnicas, inscritas en lo que se ha dado en llamar abstracción gestual –aunque en su pintura reniega del espíritu autorreferencial que proclamara Greenberg, acudiendo a una fuerte carga de emotividad, en el marco de un cierto cripticismo- y del sentimiento lírico, al que anteriormente aludía.
Y ese sentimiento ha centrado su obra de los años noventa del siglo XX, parte de los cuales ha residido en Nueva York, cuya atmósfera de verticalidades ha incidido no sólo en sus planteamientos iconográficos con relación a la ingravidez -al igual que lo han hecho los menhires del megalitismo prehistórico gallego, referencias inexcusables en su última obra-, sino también en un ir más allá de la pintura, al situarla frente a la ruptura del espacio frontal, acoplándose a los sites específicos, tratados como espacios de la totalidad y dilución de los géneros tradicionales, en sus instalaciones o montajes. Lo ingrávido, la levedad y lo vertical explicitan el espíritu descarnado, inmaterial y esquemático de su pintura – y, por supuesto, de su escultura- organizada en torno a sus referencia vividas -a sus geografías, a sus pasiones, a la percepción militante de la naturaleza-, que inscribe, de manera vigorosa, en la superficie monocromática o emulsionada del espacio-territorio de cada uno de sus cuadros, como prolongación de un yo tensionado, entre la subjetividad romántica y la otredad.
Desde una posición de la pintura élergie -es decir, una pintura de campo amplio-, posicionada como espacio aluvional de la totalidad donde se diluyen los géneros tradicionales, Manolo Ruibal ha cultivado un tipo de trabajo que tradicionalmente se suele ligar más a la escultura o a lo que hoy se entiende por instalación. Es especialmente, a partir de la exposición de sus trabajos de Nueva York, de los años 1990 y 1991, cuando presenta puestas en escena construidas con estructuras verticales alargadas de foamboard -un material que utiliza igualmente como soporte pictórico, en el sentido más tradicional del cuadro-, pintadas en su totalidad con la misma grafía gestual e idéntico cromatismo cálido que encontramos en su obra de pared: la instalación, dispuesta siguiendo una ordenación visual arquitectónica, en función del espacio que la acoge, reverbera la imagen del urbanismo vertical e ingrávido de la ciudad de los rascacielos, que tan presente ha estado en su vida y en su obra.
Sin embargo, hoy, el artista reivindica, con supuestos pictóricos y conceptuales similares, la piedra oval o redondeada, el canto rodado, la estructura granítica vertical y megalítica, pulida azarosamente por el tiempo y por la acción erosiva de la atmósfera, como un objeto encontrado, particular ready made que él logra transformar en escultura que se inserta en el espacio orgánico de la naturaleza, o trabajada con exquisitez hasta lograr la forma deseada, a la manera de las que Isamu Noguchi organizaba en sus jardines zenistas. Pero, muy al contrario de la desnudez del artista americano-japonés, que inventó el specific site antes que los minimalistas, Ruibal nos ofrece sus piedras como emulsiones cálidas que proyectan el instante de Schelling siguiendo la teoría del placer visual que reivindicara el Matisse sintético, exaltador de la “joie de vivre” y decorativo, una poética ésta que reclaman, en la actualidad, muchas de las exposiciones, ajenas a prejuicios y dogmatismos, que vuelven a encontrarse con una pintura pensada desde las entrañas.
Campo de estrellas es la consecuencia lógica y, sin duda, la última estadía del proyecto descrito, instalación intuida como espacio de la totalidad, dilución de géneros o, si cabe, el diálogo suspendido en la arquitectura de la naturaleza entre lo que habitualmente reconocemos como pintura y escultura y termina por definir el paisaje. Pero paisaje entendido como construcción cultural de la naturaleza. Toda obra de arte que toca el paisaje, dice un especialista de la escultura en los espacios naturales, como John Beardsley, subraya las relaciones esenciales entre naturaleza y cultura, al tiempo que permite reinventar las modalidades de esta relación1. Y nada mejor que la concepción inglesa de landscape para ampliar el concepto: una manera de entender el paisaje que se liga a la tierra y al origen, modificado ya como imagen cultural, una vía pictórica de representar, de estructurar o de simbolizar, según otra estudiosa del tema, cual es el caso de Elisabeth K. Meyer2.
Y como construcción cultural que implica un viaje a través del tiempo histórico, Manolo Ruibal ha querido rendir homenaje al mito del origen de Santiago –exaltación visual de la leyenda que dio lugar al nacimiento de Compostela, ligada al Apóstol necesario frente al dominio islámico, en pleno proceso de Reconquista- y al Camino, tanto como a la ciudad, en el contexto jacobeo del actual Año Santo, objetivo o meta del primer europeísmo y globalización del mundo occidental, después de la fragmentación y aislamiento del medievalismo feudal.
Ubicada en una de las periferias privilegiadas de la ciudad, frente al lago que enmarca la presencia integrada en el paisaje del Auditorio de Galicia, en sendas plataformas verdes, entre los árboles y la sorprendente mirada de patos y cisnes, Campo de estrellas exalta la hermenéutica formal del viejo milagro que un día cualquiera entre el año 815 y 820 imaginara el ermitaño Pelagio, cerca de su cueva, cuando creyó descubrir los restos de Santiago, después de observar una lluvia de estrellas sobre una necrópolis cercana. Sucedía ello en el reinado de Alfonso II el Casto y la tumba imaginada del Apóstol, cuyo cuerpo había sido trasladado, en otro viaje mítico, a Galicia, por sus discípulos, tras su muerte, en el año 44 de la era cristiana, fue el pretexto ideal para que el obispo de Iria Flavia Teodomiro relanzara el valor de sus reliquias, generando la ruta de peregrinación que vertebró la unidad europea a lo largo de los siglos medievales, con especial énfasis, el XII, románico por excelencia, una vía aupada por obispos, reyes y emperadores, que logra revitalizar muchas de las antiguas calzadas y puentes romanos, a la vez que asiste al nacimiento de poblaciones, iglesias y catedrales. Campus stellae como fin de la ruta de peregrinaciones más importante de la cristiandad sería el objeto de un deseo múltiple, no sólo expiatorio, sino también un camino de hibrideces económicas, culturales –lugar de aluvión de la primera gran multiculturalidad occidental-, sociales y estéticas, el primer peaje de modas y estilos artísticos hermanados por intercambios e influencias de variadas procedencias: ruta globalizadora y ecléctica, el Camino de Santiago nos ayuda a redescubrir el valor de la ruptura de fronteras y el deseo universal del caminante de sentirse ciudadano del mundo.
Inscrito, pues, en esa poética del que camina, el trabajo de Manolo Ruibal pretende ser igualmente el recuerdo de aquel peregrino sin nombre ni patria prefijada con el que él se identifica, peregrino del mundo que atraviesa el paisaje sin peajes y ama la naturaleza que ha ido construyendo el hombre a lo largo de su vida y en el marco de la historia.
Campo de estrellas revitaliza el acontecimiento y señala el Camino de los caminos que atravesaban los Pirineos, una vez que confluían en España, a la altura de Roncesvalles, después de pasar Saint Pied de Port, para entrar en Navarra –que definía el Camino Francés o de francos, el camino por excelencia –la verdadera Ruta de las Estrellas o de la Vía Láctea-, en el Puente de Hendaya, entrando por el País Vasco (Camino del Norte o de la Costa, entre las montañas y el Mar Cantábrico, cuando los árabes aún dominaban tierras septentrionales) o en Somport, a través de Aragón (Camino Aragonés): todos ellos se juntaban en Puente la Reina (Navarra) para dirigirse a Santiago. Un Camino, pues, de trazados múltiples, que toca el paisaje de ocho Comunidades Autónomas españolas (Aragón, Navarra, La Rioja, El País Vasco, Cantabria, Castilla-León, Asturias y Galicia) y que Ruibal sintetiza en la confluencia de otros tantos megalitos verticales: ocho esculturas que son, en realidad, una sola obra, la aludida construcción de la naturaleza previamente intervenida y vertebrada por el artista como paisaje definitivo, una vez que lo ha definido en función de su actuación, a la manera de las posesiones rituales de la antigüedad, tal como las ha estudiado Mircea Eliade, que permitían transformar el caos en cosmos, dotando al espacio primigenio de una estructura, de formas y normas3.
Esta recreación del territorio, imbuida de un fuerte componente religioso en la mentalidad de los antiguos, que no hacían suyo más que creándolo de nuevo, es decir, que consagrándolo, ofrece un claro paralelismo, desde una laicidad no exenta de un profundo sentimiento espiritual, con las modificaciones culturales y estéticas de la escultura pública y especialmente la que interviene la naturaleza, cuyas referencias más significativas, en el tiempo, econtramos en el Constantin Brancusi de Tirgu Jiu (pensemos en la Columna sin fin, en la Mesa del silencio o en la Puerta del Beso, por ejemplo) –en Rumanía, cerca de su ciudad natal- o en los jardines de Isamu Noguchi, puntos de partida para otros modelos desarrollados a partir de los años sesenta, caso de Little Sparta, de Ian Hamilton Finlay o Grizedale Forest, entre tantos mal llamados –por sus connotaciones reduccionistas- parques de escultura.
Decía Mircea Eliade que la cosmización de los territorios desconocidos era siempre una consagración, puesto que organizando el espacio se reiteraba la obra ejemplar de los dioses4. Una presunción que no se encuentra alejada de la que sostiene Colette Garraud, reconocida especialista del arte contemporáneo en la naturaleza, cuando afirma que la idea del escultor que reconstruye lo natural expresa también la metáfora de la sustitución de Dios, el origen primero5.
De alguna manera, en la concepción eliadeana, situarse en un lugar, organizarlo y habitarlo junto a otras acciones, suponía al mismo tiempo una elección existencial, un propósito que no se aleja en absoluto de los objetivos de los nuevos espacios creados desde la escultura o desde la interferencia de los diferentes géneros artísticos –sin excluir la pintura, el diseño o la arquitectura- en la mirada aluvional que nos ayuda a comprender la obra como totalidad en un espacio como éste de la periferia compostelana. En él Manuel Ruibal ha querido ampliar los resortes de la pintura en un particular all-round –donde todo deviene cuadro transitable o habitable- de la naturaleza, rindiendo no sólo un claro tributo al estado élargi de lo pictórico, desde posiciones puramente estéticas, hasta la singular utilización de lo que algunos prehistoriadores han considerado humanismo megalítico. Un humanismo estratégico para huir de la muerte, cuyo megalitismo –en un mundo de cazadores perdidos en el dominio de la Naturaleza- permitía reconocer en el paisaje la huella de su cultura, sacralizar lo humano y dar una forma antropológica al universo religioso6.
Lo pictórico perfila nuestra mirada en el espacio transitable de Campo de estrellas, la gestualidad leve, cálida y ascensional que reviste las piedras pulidas que miran al cielo, como aquella simbólica y mítica obra del escultor Alberto, del Pabellón de España de la Exposición Universal de París, de 1937, El pueblo español tiene un camino que conduce a un estrella, y refuerza su valor de metonimia antropológica, topos de calor humano, territorio de fábulas, jardín mágico, lugar señalizado y específico, cuyo esencial cripticismo no sólo desentraña un número de comunidades históricas que recorre el peregrino hasta la meta que es Santiago o el imaginado Fin de la Tierra –el monolito aislado que se sitúa más próximo al Auditorio-, sino también otra manera de entender el arte, donde confluyen todos sus géneros: un paisaje que se implica en nuestra historia y en nuestra vida, en un mundo que el artista sueña sin fronteras, como el Camino trazado por las estrellas, escenario universal de un lenguaje que el caminante jacobeo siempre entenderá.
X. Antón Castro
1 .- “Vers une nouvelle cultura de la nature?”. E n Différentes natures. Visions de l´art contemporain. Lindau. Paris, 1993, p. 7.
2 .- Marta Schwartz. Transfiguration of the commonplace. Heidi Landecker. Washington D.C. Cambridge M.A. 1997, p. 6
3 .-Le sacré et le profane. Ed. Gallimard. Paris, 1965, p. 34
4 .-Cit., p. 35
5 .-L´idée de la nature dans l´art contemporain. Ed. Flammarion. Paris, 1994, p. 161
6 .-VÁZQUEZ VARELA, J.M., Antepasados, guerreros y visiones. Análisis antropológico del Arte Prehistórico de Galicia. Diputación de Pontevedra.. Pontevedra, 1985, pp. 38-39