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RUIBAL: Un origen de la abstracción

Esta pintura es peligrosamente seductora. Estoy seguro de haber oído este dictamen, una voz que destacó entre algún grupo de visitantes de su última exposición retrospectiva en Madrid, hace apenas cuatro o cinco meses. “Esta pintura es peligrosamente seductora”, y lo dijo el abstracto anonimato de una persona que pensaba que hablaba para si.

Manuel Ruibal, también a nosotros nos lo parece, envuelve las cosas de su universo pintado en la bruma arenosa de un lenguaje evocador que con facilidad nos mueve del terrón a las estrellas fugaces que son sus trazos eléctricos de pintura, de pincel y de mano vertiginosa: ¡marchando una de color vivo!

Así, la lectura de sus cuadros produce un placer extraño, acaso emparentado con aquel que causa la contemplación de lo bello, acaso porque hace años que el artista absorbió la vida propia como su único modo de producir belleza: sus imágenes vienen de una destilación, representan lo más puro de su experiencia, y sus tan reconocibles trazos de vértigo pintado vienen a evocar –son pura metáfora- lo más puro de su experiencia. Pinturas que son instantes fugaces de lucidez y de fascinación pero también conclusiones íntimas, algo así como si Ruibal, caído del andamio de su propia vida, desde abajo, viese correr un chorro de color puro que formase una línea verde o amarilla: una pureza que se desencadena. Esta es la vía abstractiva que, de modo natural, aprendió el pintor en su largo proceso de asimilación y de verificación de lo sólidas que eran sus rarezas. Sin necesidad de haber memorizado “el punto y la línea sobre el plano” Ruibal origina su vía abstractiva por el mismo camino que lo hiciera Wasily Kandinsky: la reducción a lo esencial desde los árboles y los caminos de su pueblo, desestimando lo superfluo, poco a poco desestimando todo lo que está de más pues apenas significa.

De joven intuyó eso que tantas veces se ha escrito, que la belleza es una forma de conocimiento, y que no hay tiempo lineal para su desarrollo. Por eso, hace ya algún tiempo, escribió: “siempre es posible, con un instrumento viejo, tocar algo nuevo”, una frase o sentencia que el artista ha convertido en ritornello vivaz para cada mañana que llega a su estudio y resulta que es un día nuevo con todas sus dudas y temores. “Siempre es posible con un instrumento viejo tocar algo nuevo”. Ruibal en su taller también escribe. Y su poesía desarrolla sorpresas y atracciones, también un sentido de la pausa que más tarde volcará en sus tablas y sus lienzos, en los que habrá tanto vacío. Es por esta vía que recordamos las palabras, ahora tan apropiadas, de René Passeron: “El que verdaderamente siente lo que es la pintura está inspirado por ella y, no contento con cerrar los ojos con sorpresa, a su vez se pone a crear. La pintura es poesía en la medida que lo pictórico desencadena el deseo de pintar, o de cantar, o de danzar…”.

La obra de Manolo Ruibal es una reflexión sobre la acción pictórica, se ha escrito ya sobre ello y en abundancia, como experiencia única que tiene lugar en un sitio dotado de vida propia (su geografía física y su geografía humana) y provisto de sentido. Y es allí donde se concita un conjunto de experiencias, situaciones, encuentros, aprendizajes y meditaciones que habrán de quedar fijamente determinadas en su obra: “las estancias secretas de la pintura, esos lugares que huelen a tradición”. Y sobre esta idea como fundamento para una pintura abstracta de gran poder simbólico y bien condensada, Ruibal escribe: “Sólo hacemos algo grande cuando lo concebimos eterno”.

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Por desgracia, mucho de lo que nos es necesario debemos imaginarlo. Y, por suerte, tenemos a las artes como amigas. Por cada desasosiego cotidiano disponemos de un potente depósito de imágenes que nos dan vida. Lo fantástico es que esta experiencia y el crecimiento personal que lleva consigo son universales, tan solo dejan fuera a los muy torpes, a los desabridos de la especulación y la finanza. El espectador completa la obra con o sin Umberto Eco, pero no sólo la completa sino que la revive tantas veces como su logos vital se lo reclama: yo ayer recordé el humo pintado en la serie de estaciones de tren de Monet, la gare de Saint Lazare, como otros habrán recordado un grabado de Blake, la Venecia de Turner, los revólveres de Warhol o las pinturas con barras de neón de Dan Flavin.

Pues recuerdos pintados de Manuel Ruibal, unos pocos, sueltos, diferentes tal vez para cada espectador, es lo que propone esta exposición transversal, que, en semántica recreativa, significa “la que pasa verso a verso”. Se podría hablar horas sobre joven escribiendo, una pintura primeriza (1966) que ya designa fuerzas primordiales como el erotismo y el arte-energía, que luego serán constantes en el autor, y que ya promueve a la locura visual, la que me lleva a recordar el “Cristo en casa de Marta”, de Velázquez, y a otros puede llevar hasta las ventanas de la izquierda en los cuadros de Vermeer o hasta los frascos serenos de Morandi.

Nos disponemos a compartir una selección de obras que sólo en los primeros días recordaremos como conjunto, porque luego se habrán de imponer los detalles y las singularidades. Vean ahora el pequeño cuadro cabeza reposando (1972), también en él, en sus apenas cuarenta centímetros de lado, hay una buena cantidad de puntos de anclaje para lo que será la obra posterior de Manuel Ruibal. Importante, asimismo, poner el ojo en mercado (1975), una pintura que coloca al pontevedrés en el mismo meridiano de Maside y de Luís Seoane. Y más tarde demorarse en lo que se puede considerar su siguiente gran eclosión, la de la segunda mitad de los ochenta, que se habrá de prolongar en las décadas siguientes hasta hoy mismo, unos últimos años en los que la palabra prolífico se queda en nada hablando de Ruibal dada la inacabable relación de obras que en este tiempo concluye, máxime teniendo en cuenta que los primeros años dos mil el artista los invierte íntegros en su trabajo escultórico, ese “campo de estrellas” que en rigor deberíamos llamar “la pintura megalítica de Manuel Ruibal”.

Es evidente que no todo cuanto a lo largo de estos años, frente a su obra, nos ha dejado diciendo “aquí hay una gran pintura” puede estar colgado en una antología, y no sólo porque el espacio limitado así lo determine. Es así que alguna de las obras que se han mencionado no estarán en la actual retrospectiva pontevedresa, pero sí estarán obras hermanas pues muchas otras entre las pinturas sí seleccionadas contienen su misma identidad. Si decimos que en retrato de memoria (1987) se condensa el desarrollo de una serie de automatismos fundamentales en su pintura posterior, es sólo por pretender el cierre de la idea con un ejemplo. Pero el ejemplo será otro para un espectador distinto, y unos dirán las gemelas de Manhattan (1994) y otros el vuelo de los pájaros del norte (1995). Para ello están los catálogos, y de Manuel Ruibal se han editado no pocos.

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“Ver un día, nuns almanaques de laboratorios farmacéuticos, reproduccións en cor de cadros de pintores cuxa existencia descoñecía, impactouno: Corot, Manet, Van Gogh, Cézanne…, aquilo era unha novidade esplendorosa”. El fragmento pertenece a un texto biográfico (y bioclimático) que sobre Ruibal escribió Francisco J. Moldes Fontán. Incluído en la importante publicación que hace un par de años editó el Museo de Pontevedra, el relato que Moldes Fontán hace en su Ao volver a vista atrás se ha convertido ya en un texto de referencia, básico en el mejor sentido de la palabra, para quien ahora arranque en la peripecia pictórica de Manuel Ruibal.

Tomás Paredes y Xosé Antón Castro, con seguridad los mejores especialistas en la obra de Manolo a lo largo del tiempo, han dejado abundantes páginas de reflexión estética que se mantienen como referencia de diálogo y como pauta para el debate en torno a su obra. ¿Sería conveniente refundir en una única publicación lo mejor de las aportaciones ya escritas sobre este Ruibal I de Porráns? El que esto firma dice sí. Y, mientras tanto, la montaña en la tarde.

Alberto González-Alegre